Estas fueron las palabras que escogió el egresado de Diseño Industrial Marcelo Barbero, para iniciar el discurso que brindó en el marco de cuadragésima primera Colación de Grado de la Universidad Nacional de Villa María (UNVM), en donde 87 profesionales del Instituto de Básicas recibieron el diploma que acredita su formación en disciplinas vinculadas a la agronomía, veterinaria, ambiente y energías renovables, diseño industrial, óptica y alimentos.
En medio de una velada colmada de emociones, Marcelo, escogió «hablar desde el corazón» como él mismo lo expresó en su intervención, llegando a conmover al público presente. Resulta relevante destacar que esta historia relatada, su historia, refleja una de las tantas que transitan la UNVM y que se ven en tensión en el crítico contexto que atraviesa el sistema universitario.
Aquí el discurso completo:
Buenas noches a las autoridades, al cuerpo docente, al personal nodocente que hace andar esto todos los días, a las familias que hoy desbordan de orgullo y, sobre todo, a ustedes: mis colegas, la promoción 2025 de la Universidad Nacional de Villa María.
Hoy nos llevamos un diploma. Para el mundo, es un papel legal que certifica que somos aptos, que sabemos hacer algo. Pero para nosotros, y estoy seguro de que para la inmensa mayoría de los que estamos acá, este documento es el testimonio tangible de cada batalla ganada, de cada sacrificio familiar y de un futuro que hoy se vuelve nuestra realidad. Les voy a hablar desde el corazón, porque creo que este momento lo merece. Vengo de una realidad donde la universidad no aparecía en el mapa como un destino asegurado. Vengo de un lugar donde a veces los sueños tienen un techo bajito, y donde la prioridad urgente suele ser simplemente llegar a fin de mes.
Para alguien con recursos escasos, como ha sido mi caso, estudiar en la universidad pública es una experiencia que se vive con el cuerpo, no solo con la mente. Estudiar, para nosotros, no fue solo sentarse a leer textos complejos o resolver ecuaciones. Estudiar fue, muchas veces, elegir. Tener que elegir entre sacar las fotocopias del apunte completo o guardar esa plata para la comida del día. Fue aprender a estudiar de apuntes prestados, o fotos con un celular viejo, porque el libro original era un lujo inalcanzable.
Hubo días difíciles. Días en los que el cansancio físico de trabajar para sostenernos y sostener la cursada nos nublaba la vista. Momentos en los que sentíamos que no encajábamos, ese miedo silencioso de ser «el intruso», de pensar que este mundo académico, con sus palabras difíciles y complejas metodologías, no estaba diseñado para gente como uno.
Pero cada vez que superábamos un parcial, cada vez que entendíamos un concepto nuevo, sentíamos algo que el dinero no puede comprar: la dignidad. Sentíamos que estábamos rompiendo una cadena. Que estábamos reescribiendo nuestra propia historia y la de nuestros apellidos. Y sé muy bien que mi historia no es única. Soy parte de un colectivo de luchadores que forjamos este logro.
Mis compañeros y yo provenimos del corazón de la sede del Cres, en San Francisco, cursando a 200 kilómetros del Campus Central dónde juntos construimos allí nuestro propio hogar.
¿Quién nos va a quitar el recuerdo del olorcito a pizza caliente que venía del quiosco a las 9 de la noche? En medio del cansancio, para nosotros, esa pizza una vez por semana era el mejor buffet de todos. ¿Cómo olvidarnos de los almuerzos improvisados en el aula, abriendo el tupper con comida casera sobre el banco, charlando y compartiendo mientras esperábamos que llegara el profe?
Teníamos nuestra propia mística.
Si había que esperar una nota o hacer tiempo entre turnos, la plazoleta a unas cuadras se convertía en nuestra sala de espera bajo el sol. Si faltaba espacio, no importaba: armábamos nuestras propias «mesas de estudio» en los pasillos, juntando bancos afuera del quiosco, robándole minutos al reloj entre clase y clase. Pasamos tantas horas juntos, compartiendo mates, apuntes y vidas, que esa cercanía hizo que dejáramos de ser simples compañeros para volvernos una familia. También nos regaló una relación única con nuestros docentes. Al ser pocos, tuvimos el privilegio de hablar, de debatir mano a mano, de sentir que no solo nos daban cátedra, sino que nos acompañaban en la vida; y hoy muchos de ellos son nuestros amigos.
Así como hoy estoy acá contando mi historia, miro a los costados y veo, no solo graduados; sino cientos de historias de superación que merecen ser contadas. Acá hay compañeros y compañeras que viajaron años «a dedo» o contando las monedas para el interurbano, con frío, con lluvia, saliendo de sus pueblos de madrugada para llegar a la primera clase. Acá hay madres y padres. Gente que venía a cursar después de dejar a sus hijos al cuidado de alguien, con la cabeza dividida entre la clase teórica y la preocupación de qué estaría pasando en casa. Yo los vi estudiar en los pasillos, aprovechando esos 15 minutos libres mientras se calentaban las manos con un mate, porque el tiempo valía oro.
Veo a compañeros que son primera generación de universitarios en sus familias. ¿Saben lo que pesa eso? ¿Saben la emoción que es para un abuelo o una madre ver que, por primera vez, alguien de su familia va a ser «el doctor», “el diseñador», «la ingeniera» o «la contadora»? Esa presión es enorme, pero hoy la transformamos en victoria.
Acá hay gente que recusó materias, no porque no fueran capaces, sino porque la vida se puso difícil, porque hubo que trabajar doble turno, o porque la salud o la economía jugaron una mala pasada. Y sin embargo… acá están. No se rindieron. La resiliencia también es una materia que aprobamos, y quizás sea la más importante de todas.
Pero todo esto fue posible porque esta universidad, la UNVM, nos abrió la puerta de par en par. No nos pidió un apellido ilustre. No nos pidió contactos. Solo nos pidió esfuerzo. Nos pidió constancia. Nos dijo: «Si vos pones la voluntad, yo pongo la oportunidad».
Por eso, este título es la prueba viviente de que el origen no determina el destino cuando existen oportunidades reales, cuando el Estado y la sociedad entienden que la educación es un derecho y no un privilegio de pocos. Colegas, hoy nos convertimos en profesionales. Pero mi deseo profundo para todos nosotros es que nunca dejemos de ser, ante todo, humanos agradecidos.
Que cuando estemos mañana en nuestros consultorios, en las escuelas, en las empresas, en los laboratorios, en los campos o en las fábricas, no nos olvidemos de dónde venimos. Que la soberbia del título no nos nuble la empatía.
No nos olvidemos que la universidad fuimos, somos y seremos todos nosotros los que día a día apasionadamente damos lo mejor.
Tenemos en las manos una herramienta poderosa. Usémosla no solo para progresar individualmente, que está muy bien y nos lo merecemos, sino para tender la mano al que viene atrás.
Hagamos nuestro trabajo con tanta excelencia y con tanta humanidad, que el día de mañana, otro chico o chica que piense que la universidad «no es para ellos» porque no tienen recursos, nos vea a nosotros y diga: «Si ellos pudieron, yo también puedo».
Gracias a la vida por este momento, gracias a la Universidad Nacional de Villa María por ser nuestro puente indestructible, y gracias a ustedes, compañeros, por ser parte de este viaje inolvidable.
¡Salud, disfruten este logro, y muy feliz vida profesional para todos!
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